Paraná Porá, reposición en su segunda temporada de la dramaturga y directora Maruja Bustamante, es una gran obra que con un excelente uso de la metonimia, que logra exponer todo un mundo fascinante gracias a un muy buen texto que todo el tiempo fuga hacia el futuro, pero no deja de recordar el pasado. La obra es, entonces, ese pasaje de esperanza (finalmente truncado o no: lo decidirá cada espectador en su caso).

 Después del Apocalipsis, del fin de mundo, salen a la luz los vestigios sobrevivientes de la humanidad. Los personajes que han quedado, en un acto de introspección reveladora, son muestras tan precarias y autóctonas como la sociedad de la que nacieron. Con su dosis de ternura, también. Y su dosis de crueldad.

Paraná Porá sucede en el territorio escénico de una barca precaria, una estructura de madera que es más un rejunte de cajones, palos y bolsas, entre la estética de la recuperación del reciclaje y el vintage “hipster”: ver por ejemplo la manta realizada con tejidos de “hilo” de bolsas de supermercado. Debajo de esta, un rio formado por plásticos gruesos y opacos. Y por todos lados, dentro y fuera del a propósito precario bote, telas y trapos, bolsas de plástico y basuras varias. Exactamente como se vería una balsa que, con los restos juntados de lo que hasta hace poco era el mundo ordinario, fuera equipada para su primer y último viaje. El resto de la escena lo completa una silla y un arpa, ejecutada grácilmente y en vivo por una música de vestido rojo y largo, descalza, sencilla, precaria.

Intermitentemente, un cuchillo se utiliza para limpiar peces, o cazarlos, por las protagonistas que visten de modo muy similar al entorno que las rodea: trozos de trajes y telas, medias de nylon ajadas, más bolsas como ropa, vestimentas destruidas y anudadas. Lo viejo, lo roto, lo usado, lo sucio, lo encontrado en la basura. Después del fin del mundo. Si no, ver esos pelos alborotados, apelmazados, que llevan las actrices, tan cerca de los personajes de la mítica Mad Max. Y son ellas, únicas y suficientes, necesarias estrellas de esta historia: La Gringa y La Polaca, rubias de Misiones o de Corrientes, náufragas, que cuando la vida ordinaria todavía podía planearse, eran una almacenera y la otra maestra de escuela. Del mismo pueblo chico, enamoradas del mismo hombre: el Santo, el que supo estar con las dos, y con muchas más.

En un viaje que debe llevar a las protagonistas de donde escapan y han asesinado a su hombre hacia Córdoba, donde reside la esperanza de una comuna pacífica donde dar a luz al bebé que carga una de ellas, se desenvuelve y estalla el vínculo emocional de las dos mujeres. Una ruda, dejada, despechada, seca, que ahora debe cuidar a quien a quedado preñada de su amante. Pero su rival sabe ser dócil, tierna, querible, necesitada.

Logrados efectos lumínicos dan lugar a la aparición de seres fantásticos: vacas mutantes con branquias que nadan y golpean debajo del bote. Que primero asustan y luego se domestican a los ojos para pasar a ser algo querible, casi como lo que había antes del suceso que lo cambió todo. Algo como conocido en un mundo que se ha vuelto tan hostil y salvaje. También es el trabajo de luz el que funciona como cortina virtual para el cambio de escenas que, junto con la música del arpa (único acompañamiento de los parlamentos) enriquece la escena con acentuaciones y tintes de color y tonos. Pero no solo eso, puesto que también participa con su cuota metafórica: no puede dejarse pasar las acepciones de “tocar el arpa”, con su carga de muerte, afectividad y romanticismo.

El acompañamiento musical del arma funciona como ambientación general, al tiempo que se introduce en la trama para volverse diegética. La música demuestra ser un elemento protagónico de gran valor, como cuando una de las protagonistas representa “Anahí”, la famosa canción, a capela y al borde del agotamiento emocional y físico, justo antes del trágico final.

En dos oportunidades, la obra hace uso del recurso humorístico, al tiempo que informativo, de narrar los recuerdos de las dos protagonistas sobre su vínculo amoroso con el hombre que compartieron: El Santo. De este modo, y repitiendo el mismo parlamento, de cara al público, cada una ubica su nombre, apodo o características físicas en la parte de la historia que le corresponde, o completa las frases de la otra, resultando en situaciones de mucha gracia, aún con su cuota de ironía y desconsuelo.

 

Es un gran logro de la obra tomar principios genéricos de la ciencia ficción (la supervivencia en un territorio hostil, la continuidad de la humanidad después de una casi destrucción del planeta) y dar cuenta de las consecuencias a través de los personajes femeninos complejos y complementarios en su composición psicológica, que logran la representación de un universo afectivo denso de nostalgia, desilusión, celos y esperanza.

Las mujeres traen al mundo un niño, en un parto compartido, pero la obra no se detiene allí cuando se trata de alegorías, alguna bíblicas, muy sutilmente presentadas: es así que también aparecen los peces como el alimento bíblico de los comienzos de la civilización, el bote como el arca, que refugia sobrevivientes de las gran inundación, el cuchillo y el mástil de la barca, reconocibles elementos fálicos para una escena marcada por su ausencia de hombres, solo hechos relato gracias al lenguaje.

Paraná Porá, de Maruja Bustamante. Dirigida por Maruja Bustamante. Con Monina Bonelli, Valeria Lois. En el teatro El Extranjero. Valentín Gómez 3378. Funciones: domingos 18.30 hs. Entrada $ 50 y $ 70.

Por Olivia Avila, PCA CS.

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